Imagina una escena en Buenos Aires, Caracas o cualquier otra capital en América: Son las 10:30 de la mañana y estás en tu coche corriendo a una cita a la que ya llegas tarde. El semáforo está en rojo, miras a la derecha, no viene ningún coche, miras a la izquierda, nada… Podrías saltarte el semáforo o esperar. ¿Qué harías?
En un mundo ideal, un semáforo en rojo sería suficiente para evitar que atravieses el cruce. Sin embargo, en la práctica, esta situación cotidiana muestra cómo estamos ante el dilema de seguir las reglas y esperar o traspasar la ley y ahorrar algo de tiempo en nuestro beneficio. Tu decisión está probablemente influida por varios factores como la importancia de la cita y otros.
Centrémonos ahora en la decisión basándonos en la probabilidad de meterse en problemas. Sin coches o gente cerca de ti, la posibilidad de un accidente es marginal; por tanto, la única preocupación que tendrías sería que la policía te viese saltándote el semáforo y tuvieses que pagar una multa (o un soborno). Esto tiene un impacto en tu bolsillo y te hace, además, perder más tiempo.
Este sencillo ejemplo cotidiano evidencia que incluso contar con una buena infraestructura, un semáforo, tiene un efecto limitado si percibes que puedes ignorarlo y no ser castigado. Algo similar ocurre con las medidas anticorrupción, como son las leyes de transparencia, planes y agencias anticorrupción, códigos éticos, la firma de convenciones internacionales, registros de intereses y declaraciones públicas de bienes de los funcionarios, entre otras. Todas ellas constituyen una infraestructura fundamental para prevenir la corrupción. Son esenciales, pero no suficientes.
Varios países de América han tenido avances positivos estableciendo la infraestructura necesaria para luchar contra la corrupción: por ejemplo, 21 países tienen leyes de acceso a la información; 31 han firmado la Convención Interamericana contra la Corrupción; y 17 participan en la iniciativa de la Alianza por el Gobierno Abierto. Esto y otras medidas merece reconocimiento y apoyo. Pero, entonces, ¿por qué el Índice de Percepción de la Corrupción en su edición de 2013 sigue mostrando resultados tan negativos para la región?
Creo que la respuesta es clara. Invertir en infraestructura no soluciona todos los problemas. La realidad es otra: drogas y armas valoradas en millones de dólares cruzan las fronteras cada mes (incluso se ha traficado con elefantes entre México y Estados Unidos); miles de ciudadanos sobornan a la policía en Bolivia; se compran votos y se hace uso de recursos públicos para fines electorales en Venezuela; y los políticos contratan a miembros de su familia para posiciones del gobierno, en Paraguay. Lamentablemente, estos son sólo algunos ejemplos. La corrupción sigue siendo endémica.
En otras palabras, puedes instalar todos los semáforos que quieras en una ciudad, pero si no hay verdaderos mecanismos que apliquen el ALTO cuando se pone en rojo, entonces estos semáforos serán sólo parte del paisaje urbano. Mera decoración.
Por tanto, los resultados del Índice de Percepción de la Corrupción 2013 en América no nos sorprenden. La situación sigue siendo mala en demasiados países. En Centroamérica, se observa una preocupante tendencia a la baja. La mayoría de los países de la región están retrocediendo en los rankings. El líder en retroceder, Guatemala, cae 4 puntos y desciende 10 lugares en el ranking. Esto sucede en un país cada vez más estratégico para el crimen organizado conllevando esto a que su población sufra violencia extrema e inseguridad. Grupos de interés opacos están socavando la estructura institucional establecida en el país, haciendo de la corrupción un asunto cotidiano que les ayuda a seguir operando. La gran paradoja es que el presidente Pérez Molina declaró 2013 como el Año de la Transparencia.
La corrupción no escapa a Norteamérica. Mientras que Estados Unidos se mantiene estancado en el ranking, Canadá baja tres puntos. Para evitar que su calificación continúe descendiendo en los próximos años, tienen que seguir fortaleciendo su infraestructura anticorrupción e implementar su cumplimiento. En otras palabras, instalar el semáforo y asegurar que aquellos que violan la ley son capturados por una cámara y reciban una multa al día siguiente. Estados Unidos no tiene excusa, es el líder económico mundial y una de las democracias con más antigüedad, debería estar entre los tres primeros puestos.
Aplicar los marcos anticorrupción y acabar con la impunidad no es sólo un trabajo para algunos funcionarios o legisladores. Requiere voluntad política de las más altas instancias, desde todos los espacios políticos y una creencia de los ciudadanos de que la corrupción nos afecta a todos y que se puede frenar.
Personalmente, no quiero vivir en una ciudad donde los semáforos no funcionan. Accidentes, sangre y cristales rotos, caos e incertidumbre dominarían el tráfico. En el mismo sentido, no quiero vivir en un país donde la corrupción se ejerce sin castigo.