Samuel Rotta Castilla, Coordinador de proyectos para Proética, Capítulo Peruano de Transparency International, trata del riesgo de quedarse fuera de juego por el nuevo gobierno en el Perú.
Durante los últimos diez años el gobierno peruano se ha visto falto de rumbo en cuanto a lucha contra la corrupción. Después de la caída del fujimorismo, sí hubo voluntad e ímpetu para detectar y capturar a los miembros y operadores de la mafia, pero esta fuerza inicial se fue diluyendo, habiéndose incluso llegado a negociar la libertad irregular de algunos de ellos, como la del ex broadcaster televisivo Enrique Crousillat; o la discusión actual sobre la posibilidad de indultar al propio Alberto Fujimori. A todo esto hay que sumar los escándalos de corrupción que se han destapado, particularmente en los últimos años. La ciudadanía está molesta con la falta de seriedad en acabar con la corrupción y en varias encuestas de opinión realizadas durante el año pasado se ha registrado a la corrupción como el mayor problema del país.
Gana Perú, la coalición de izquierda que ganó las recientes elecciones nacionales, se ha presentado ante los ciudadanos con un perfil anticorrupción bastante claro. A Ollanta Humala, el candidato ganador, se le reconoce justamente por eso. Su plan de gobierno en este campo estuvo mejor elaborado que el de sus competidores, lo cual no significa que sea técnicamente sobresaliente: hay muchos vacíos y se nota un desconocimiento de procesos en marcha que es realmente preocupante.
Por otro lado, Gana Perú ha insistido en que parte importante de los recursos que se necesitarán para concretar el plan de inclusión social que propone, provendrá de cautelar fondos desviados por corrupción (estimados en S/. 12 mil millones para el año 2010 -15% del presupuesto nacional- por el Contralor General de la República).
En lo inmediato, el gobierno de Humala, además de controlar los daños por el posible indulto a Fujimori, deberá cumplir sus promesas de investigar la gestión de García, revisar los contratos del Estado con grandes empresas, particularmente en el delicado aspecto de la tributación, y asegurar que los escándalos de gran corrupción destapados durante los últimos cinco años (Petroaudios, BTR, Cofopri, entre varios otros) acaben en sanciones efectivas, pero respetando la autonomía del sistema de justicia. Esto último será particularmente difícil, pues el Congreso acaba de aprobar una ley que protegería a los responsables de actos de corrupción, por lo que parte del combate será buscar la nulidad de esta norma y minimizar los daños que produzca durante su vigencia.
Esto no quita que siga habiendo grandes retos en el plano de la política pública contra la corrupción: no es claro quién liderará la lucha anticorrupción; las normas sobre transparencia y acceso a información son buenas, pero están pobremente implementadas y menos aún garantizadas; lo que pasa también con las normas que permiten la vigilancia de los ciudadanos; finalmente la calidad de los controles y sanciones debe ser mejorada urgentemente, pues la impunidad está entre los principales factores que alientan la reproducción cotidiana de la corrupción.
Ante lo persistente, extenso y complejo del problema de la corrupción, el riesgo es que el gobierno de Humala no logre las reformas de fondo que se requieren, quedando en una precaria posición adelantada, prometiendo un gran cambio que no puede concretar.